Francisco de Paula León
La bruma y el detective de Mauricio Montiel Figueiras es una pieza magistral que eleva la narrativa latinoamericana a una dimensión filosófica que muy pocas veces alcanza. En la superficie se trata de una novela negra contemporánea ambientada en los años noventa en San Francisco, California, pero en el fondo es una obra que emerge en medio de nuestro mundo enloquecido de la virtualidad, los algoritmos y la inteligencia artificial. La novela se inspira parcialmente en Vértigo, la célebre película de Alfred Hitchcock, para cuestionar la naturaleza misma de la realidad, de la memoria, del amor y del deseo utilizando el género del thriller policiaco. El autor mexicano incursiona en forma clandestina en el mundo metafísico de la conciencia, convirtiendo al lector en detective del crimen más devastador de nuestro tiempo.
Desde la primera página la obra se plantea como una novela total por su contexto universal, su manejo del lenguaje y su poesía —“La mejor poesía de este siglo está escrita en prosa”, diría Roberto Bolaño—, la amplitud de sus registros y sobre todo porque logra enlazar lo íntimo y lo filosófico, el misterio y el suspenso, en una estructura ontológica de espejo presente en la mente de cualquier ser humano. Un hijo que en busca de su identidad hereda la profesión de su padre, un libro olvidado que contiene una dedicatoria profética, una mujer amada y una ciudad donde la bruma cubre no sólo las calles sino la lucidez y el alma de quienes la habitan: estos son los principales elementos que Montiel Figueiras emplea para urdir una ficción noir con toques espirituales que se adentra en los meandros del duelo.
El centro de la narrativa es el tiempo, los juegos a los que este tiene sometidos a los protagonistas, la multiplicidad de los acontecimientos. Pasado, presente y futuro se entrelazan en un ahora eterno donde el devenir se imbrica con deseos, premoniciones y temores. El autor afirma que es el tiempo y no la vida lo que en realidad se acaba.
A lo largo del texto habitan los espíritus de los viejos maestros de la literatura que Montiel Figueiras ha estudiado por muchos años: Franz Kafka y su alma escondida en las epístolas dirigidas a Felice Bauer y Milena Jesenská, James Joyce y su Dublín que contiene a Ítaca. Hay también ecos de Doctor Faustus de Thomas Mann, cuyo personaje Adrian Leverkühn encarna la decadencia de Alemania, y de Pedro Páramo, con su cacique dialogando en el pueblo de los muertos atisbado por Juan Rulfo.
La obra de Montiel Figueiras es animada por una voz propia y poderosa en la que se detectan paralelismos con escritores como Jorge Luis Borges, Haruki Murakami y Enrique Vila-Matas, o en el ámbito de la filosofía con Antonin Artaud y Georges Bataille. Mauricio Montiel Figueiras coincide con ellos en su imperativo por entregar a sus lectores un viaje a través de esa realidad inmanifiesta que pese a su elusividad es la responsable de la mayoría de nuestras dudas, sufrimientos y perplejidades ante la existencia.
Más allá de su intriga laberíntica, La bruma y el detective nos revela que la conciencia no puede ser explicada sino habitada y experimentada en lo humano. En este sentido, la novela materializa lo que el filósofo contemporáneo de la mente David Chalmers o el físico matemático Roger Penrose han planteado como el Problema Difícil de la conciencia para aclararnos desde la ciencia por qué sentimos, por qué recordamos, por qué amamos. La bruma y el detective se sitúa justo en el umbral de lo explicable y lo inexplicable frente a una civilización que se fragmenta para ofrecer una suerte de redención literaria.